Cuando muera,
no dejes que mi cuerpo lo
depositen bajo tierra,
pues será una cárcel y no podré
llegar a ti.
Te pido, a pesar de tu dolor,
que me entregues, como los antiguos, al fuego,
pues no le daré el gusto a la corrupción
y en mí no podrá ejercer sus dominios.
Créeme que mi alma se elevará,
pero mis pensamientos quedarán,
y esos serán tu herencia.
Cuando mi último abrazo haya cesado
en aquel fuego liberador que te he pedido,
junta mis cenizas sin pena y viértelas al mar.
Tú serás otro creador que, en ese acto,
me vestirá de infinidad.
Así, cada vez que observes el mar,
cada vez que te bañes en él,
podré sentirte, tocarte, y sabrás que ahí estoy yo
en una inmensidad que tú me has regalado,
y seré yo la que nunca me he ido.
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